Compartimos esta preciosa reflexión de Laura Cozzi, una autora italiana, y su visión sobre las personas mayores. Este texto es una traducción del original, que podéis encontrar aquí
Me gusta llamarlos viejos, que no ancianos. Parece que decir anciano sea más gentil, más respetuoso. Pero yo creo que es mejor llamarles viejos y reconocer así el gran valor de quién tiene un pasado. Y todos los viejos lo tienen.
Hay mucha vida en ellos. Buena vida, vida sufrida, mala vida, pero siempre vida. Un camino intenso y continuo por el que transcurren las vicisitudes del ser humano.
Alegría, dolor, pérdidas, nacimientos, momentos para todo y para nada, espacios para recomenzar, para llorar, para tirar adelante o para partir de cero. Para todo.
Los viejos.
Ahora los veo con respeto y devoción. Me encanta verlos avanzar con sus espaldas curvas, sus pasos inciertos, sus bastones entre las manos. Pendientes de algo a lo que poder agarrarse cuando no van con nadie que les pueda acompañar. Y sin embargo, van.
Escucho a los viejos. Con curiosidad y estupor. Palabras inacabadas, frases sin comenzar y a menudo sin finalizar detrás de las cuales hay un mundo por imaginar.
Los viejos.
Los observoa escondidas, a veces, y descubro la poesía que hay en ellos cuando se encuentran y sonríen. Y no se sienten viejos.
Los viejos.
Fuente: Pixabay
Miro en su interior, dentro de esos ojos cansados, cuando me hablan. Con atención, para transmitir mi sincero interés por eso que me están contando. Aunque se pierdan en su mundo, aquél que no podemos ver ni entender.
Y me pregunto en qué pensarán, sabiendo que “ese” momento está cerca, quizás a la vuelta de la esquina. Y aún así continúan combatiendo y buscando instantes de felicidad. Siempre. Hasta el final. Contentándose de surcos de vida cada vez más pequeños.
Me gustaría pedirles perdón por todas las veces que me han hecho perder la paciencia, me han hecho pitar, pensando que no deberían conducir más. Por todas las veces que no me entendían o no me oían bien. Por cuando me hacía enfadar o me pinchaban, se quejaban o se olvidaban de algo.
No existía otra cosa distinta de lo que yo era, de la que yo oía, o de lo que me interesase. Pero era joven. Y no entendía. Y estaba muy alejada de ellos y de sus metas.
He necesitado muchos años para comprenderlo. Y mucho esfuerzo. Ahora he cambiado. Soy más paciente, más atenta, más disponible.
Sonrío a todos los viejos con los que me cruzo, les abro las puertas de las tiendas y les llevo las bolsas de la compra hasta el quinto piso, aunque yo esté yendo al primero. Y cruzo la calle a su lado, a veces haciendo ver que no me doy cuenta de sus dificultades para pasar, solo para no hacerles daño. Pero mientras, obligo a los coches a pararse. O me levanto en el autobús, dejando mi sitio libre, fingiendo que tengo que bajar, aunque justo me haya subido en la parada anterior.
Reconozco en cada uno, en todos aquellos a los que veo y me encuentro, su extraordinaria unidad. Su valor. Su esfuerzo silencioso. Su inalterable necesidad de amor. Y la prudencia de quién ha dejado de correr para llegar a donde no se debe. Su destino está ya allí.
Intuyo en sus sufridas carnes las heridas de una existencia que se está acabando, y en sus miradas, por unas décimas de segundo, reconozco la mía.
Pero ahora que me estoy acercando a ellos me siento mucho más ligera, más libre de ataduras, capaz de distinguir lo que realmente importa de lo que no tiene ninguna importancia. Si tuviese que volver atrás, haría que mi cuerpo estuviese más fresco o fuese más ágil, pero no cambiaría nada de mi alma o mi corazón.
Porque envejeciendo se pierde la fuerza física, pero se conquista el infinito.