Autor: Julián Mellado
Suelo visitar a menudo un Hogar de Ancianos. Me gusta conversar con aquéllos que aún guardan su capacidad de razonar. Cuentan sus historias, sus experiencias, sus frustraciones y sobre todo sus miedos. Porque cuando se llega a esa edad, el miedo se instala de una forma permanente. Hablar con esos ancianos es descubrir mundos quizás ya olvidados y que parece que no interesan casi a nadie.
Luego están aquellos que, por un motivo u otro, ya no pueden expresarse, encerrados en su propia cárcel mental. O aún peor, en el olvido de todo.
Lo que más impresiona de estos ancianos y ancianas es su gratitud porque alguien se siente un ratito a escucharles. Te sonríen, algunos te abrazan. Cuando los miras a los ojos, puedes discernir esa vida vivida en un tiempo cuando las cosas tenían otro color, y la vida se medía con otros parámetros.
Unas de las veces que visité el Hogar, viví una experiencia que me marcó. Me acerqué a una anciana, y me puse a “charlar” como siempre. La tomé de la mano y le acaricié la mejilla mientras me iba hilvanando una larga historia de sufrimientos, de épocas pasadas. En un momento dado, me miró y me dijo: Gracias, por hablar conmigo, pero sobre todo gracias por tocarme, porque a los muertos no se les toca. Y me haces sentir que aún estoy viva, que cuentas conmigo”.
Nunca imaginé la importancia de ese gesto. Y me puse a pensar que somos seres que necesitamos que nos toquen. El apretón de mano, el abrazo, las caricias transmiten “vida”. Es la manera de estar presente al prójimo, no desde la distancia, sino desde la cercanía.
Quien abraza se identifica con el otro, quien toma la mano del anciano le transmite ese mensaje de que no está al margen, que aún cuenta. Sigue en la Vida, o la Vida sigue en él.
La anciana fue la que me dio vida, pues me desveló algo profundo. No se puede empatizar desde la distancia, sólo con palabras.
“A los muertos no se les tocan”, nunca olvidaré esas palabras.
Gracias a todos vosotros que andáis por la vida, “con la mano tendida”.