José Luis Sampedro, La sonrisa etrusca, Barcelona 1985
Extraído de la edición Mondadori DEBOLS!LLO, Barcelona 2005, pag 122-126
< «¡Se marcha! ¡Se va a Roma!»
El viejo se ha despertado con ese alegre estribillo en la cabeza. Lo sigue musitando mientras pone su café matutino al fuego. «De fuego, nada», piensa una vez más, comparando esos alambres enrojecidos con el chisporroteo y la danza de las llamas en el hogar campesino.
«No irá a ver a los etruscos, claro. No le gustan. Es de los otros. De los romanos, los de Mussolini. ¡Peor para ella! El caso es que se marcha unos días; que nos deja vivir en libertad… Eso, ¡libres!… Parece mentira, una mujer poco habladora, que no sale de detrás de sus librotes, y sólo saber que está ahí es como tener encima a los carabineros… ¡Las mujeres! ¡Fuera de la cama no hacen más que fastidiar!»
Andrea le dejó anoche a Renato una lista de instrucciones para llevar la casa en su ausencia y además las comentó una a una, pues quería estar segura. A mediodía Renato la llevará en coche al aeropuerto. Faltan pocas horas; el viejo se frota las manos.
Llega Anunziata y Andrea le repite el código escrito. El viejo aprovecha para salir a dar su vueltecita; esta vez sin el niño: hoy hace demasiado frío. Ya en la puerta, oye a su nuera autorizando a Anunziata para traerse a su sobrina si necesita ayuda. «¡Simonetta!», recuerda el viejo encantado, pensando que el día comienza bien. Hasta la Rusca está tranquila.
Y continúa propicio. En el Corso Venezia se encuentra a Valerio. El estudiante le explica que le han pasado a «Vías públicas» al acabar la poda, y seguirá teniendo trabajo un par de semanas en la ornamentación callejera para la próxima Navidad. Un edil de la oposición se ha quejado de que existen barrios olvidados y el podestá ha mandado poner a toda prisa bombillas de colores también en algunas plazas de la periferia. Valerio ayudará a instalarlas por la Piazza Carbonari hasta la piazza Lugano.
-Después, se acabó. A buscar trabajo de nuevo. A no ser vacila el muchacho- que usted me ayude. Precisamente iba a ver si le encontraba en su casa.
El viejo se sorprende y Valerio se explica. Hace días le habló del calabrés al profesor Buoncontoni, el famoso etnólogo y folklorista, que inmediatamente se interesó:
-«Quiero conocer a ese hombre, Ferlini», me dijo el profesor -cuenta Valerio-. «No he vuelto a la Sila desde mi juventud, cuando investigué entre los descendientes de los albaneses llegados en la Edad Media, que aún conservan sus costumbres griegas… La Sila permanece bastante inalterada y ese amigo suyo puede darnos mucha información… Tráigale al Seminario.»
El viejo escucha al estudiante sin comprender todavía. Valerio añade que hay fondos para grabaciones testimoniales en la fonoteca del departamento. Pagan dietas a los sujetos estudiados y Ferlini lograría así ser nombrado asistente remunerado.
-¿Qué es eso de «sujeto»? -pregunta el viejo, amostazado- ¿Qué pinto yo ahí?… Te confundes conmigo, muchacho. A mí, el dinero, ya…
Valerio le ataja:
-¡Oh, no se lo digo por eso; pagan muy poco! Es para que no se pierda su historia, para conservar aquel mundo… Cuentos, coplas, refranes, costumbres, las bodas, los entierros… Se está olvidando todo; la historia, lo que somos.
-Mi historia -repite el viejo, pensativo. Y ciertamente el pasado se pierde. Las mozas tiran los antiguos trajes, tan hermosos, como si fueran trapos.
-Le gustará hablar de todo eso, señor Roncone; le divertirá… y a mí me proporciona usted una plaza. ¡Hágalo por mí!
Sí, le gustaría ayudar a Valerio. Y además es cierto, puede resultar divertido… Se le ocurre una idea:
-¿Quién estará escuchándome?
-Los del Seminario, nada más. Y algún profesor invitado; de historia o de letras.
El viejo sonríe: sí, le gusta la idea. A esos rascapapeles como la Andrea les contará lo que se le ocurra, incluso las bromas de sus amigos… Sólo con las historias de Morrodentro o las del viejo Mattei, que en paz descanse, les dejará con la boca abierta… Esos comelibros no saben de la vida… Y además, ¿qué dirá la Andrea cuando se entere de que él, Salvatore, habla en la Universidad a los profesores? «Lo que oyes, tonta -le dirá-, yo en la tribuna, Salvatore el pastor de Roccasera… ¿No te lo crees? Pregunta. Te traeré una foto hablando allí…». Fantástico… Y además quedará guardada su historia… ¡Brunettino podrá escucharla siempre!
-¿Hablaré también de mi vida, de la guerra?
-¡Claro! ¡Usted manda: lo que quiera!
-Pues hecho. Pero un momento… Probamos primero un día. Si no me gusta esa gente los mando a paseo. Contigo, bueno, lo que sea; pero, ellos, habrá que verlo. Yo no hablo más que entre amigos.
-¡Serán sus amigos, estoy seguro! El profesor Buoncontoni es estupendo y la doctora Rossi, no digamos. No es aún profesora, aunque ya tiene cuarenta años, porque no hay cátedra especial de mitología, pero ya es famosa.
-De mito… ¿Qué?
-Mitología; historias antiguas. Ya verá, ya verá.
«De modo que hay mujeres… Aunque a lo mejor resulta ser otra Andrea», piensa el viejo mientras entran en un bar a celebrar el acuerdo. Empezarán después de las vacaciones y por eso se despiden deseándose felices navidades.
Sí, el día es rotundamente propicio. En el portal, el conserje le entrega una carta recién llegada. Es de Rosetta. Larga y enrevesada, como siempre, con muchas tonterías que casi disuaden al viejo de seguir leyendo. Por fortuna su mirada capta una noticia sensacional. «Esa mema dé mi hija,, ¡podía haber empezado por eso, y en letras muy gordas!»: el Cantanotte ha empeorado seriamente.
El viejo relee el párrafo. Sí, es eso: su enemigo resbala hacia el camposanto, el hoyo se lo va a tragar. Ya no le sacan de casa ni siquiera en la silla; ni le bajan a misa. Dicen que no mueve los brazos, le falla la cabeza y se orina a cada momento. ¡Qué alegría! El viejo abre la puerta del piso, se precipita en la cocina. Sólo está Anunziata, pues el matrimonio ya salió hacia el aeropuerto y Brunettino duerme.
-¡Está peor! ¡El cabrón está peor!
-¡Jesús! ¿Qué dice usted? -aspaventea la mujer.
-Nada, nadie. Usted no le conoce… ¡Está peor, se muere!
Anunziata pide perdón al Señor por ese júbilo ante la muerte del prójimo. El viejo entra en su cuarto, retira de su escondite la bolsa con vituallas y saca queso fuerte y una cebolla. Vuelve a la cocina y empieza a picotear de ambos manjares, entre buenos tragos de vino. Anunziata le recuerda que no le conviene beber.
-¡Que se fastidie la Rusca! ¡Hoy es un gran día! -replica el viejo, escandalizando más aún a la mujer.
Paladea satisfecho su pequeño festín, cuando rompe a llorar el niño. El viejo lo deja todo y corre a la alcobita. Brunettino le tiende los brazos y el abuelo le levanta de la cuna y le estrecha contra su pecho.
-¡Se muere, Brunettino, se muere! ¡El cabrón se muere! ¿Comprendes? Volveré a Roccasera y vendrás conmigo… Te harás fuerte comiendo pan de verdad y cordero de verdad… ¡Verás qué vino para hombres! Tú poquito, ¿eh?, sólo mojar el dedito en mi vaso y chupártelo… ¡Se muere, niño mío, se muere el primero! El niño palmotea encantado. El viejo se entusiasma.
-¡Eso, alégrate tú también! ¡Si somos iguales!… ¿Ves qué abuelo tienes? ¡Hasta en la Universidad le necesitan!… ¡Y nadie puede con él! ¡Subiremos a la montaña y conocerás a todos los buenos: Sareno, Piccolitti, Zampa…, hombres de verdad! ¡Y tú serás como ellos!
Ellos ya están muertos, pero él vive ahora fuera del tiempo. Con el nieto en brazos taconea ritmos antiguos e inicia una danza. Su palabra susurrante augura futuros triunfos para Brunettino. Su voz crece poco a poco, se torna la de un profeta y su danza es la de dos derviches. El niño ríe, chilla jubiloso. El viejo gira como los planetas, se hace viento y montaña, ofrenda y sortilegio. Danza en medio del bosque, a la luz de la hoguera crepitante, recibe la bendición de las estrellas, escucha el lejano aullido de los lobos, que temen acercarse porque Bruno y su nieto son fuerzas invencibles, antorchas de la Tierra, señores de la vida.